Mi ventana.

Nunca entendí por qué te fuiste, Iván, esa es la verdad. Hicimos todo lo que se supone que hay que hacer: Nos dimos arrumacos en el cine, compartimos un cucurucho de helado en el parque, saltamos juntos en el mar para esquivar las olas, yo subida sobre tus hombros. Incluso hicimos el amor en el asiento de un coche viejo, ¿lo recuerdas? No funcionaba la calefacción, se empañaron los cristales y yo di con la cabeza en el techo, pero tú saliste del coche prometiendo que había sido la noche más especial de tu vida. Quizás debí haberlo visto venir en aquel pequeño gesto. Salir del coche.

El caso es que después de que te fueras empezó a llover, y ya no paró nunca. Yo no sabía si las nubes estaban en el cielo o sólo en mi cabeza, pero nunca más vi salir el sol y las gotas golpeaban los cristales y mis mejillas. Pasé días enteros asomada a la ventana, mirando a la esquina a ver si tú venías por allí con esos ramos de flores que robabas cada vez que querías pedirme perdón. Por irte, por abandonarme, por no darme explicaciones. Y sin embargo, sabía que esta vez no ibas a volver. Joder, Iván, lo sabía con esa certeza que da la vida, con esa certeza que se clava en la espina dorsal para producirte escalofríos. Sabía que esta vez no, y aún así te esperé en mi ventana durante días, agarrada a la cornisa, hasta que se desdibujó el horizonte.

Tampoco lloraba. Sólo esperaba. A ti, o a que pasara el tiempo y tú desaparecieras de mi cabeza. Por las noches soñaba que ya no te recordaba. Por el día volvía a la ventana y soñaba que venías. No me reconocía a mí misma. ¿Dónde había quedado mi dignidad, mi carácter? ¿Y mis ganas de vivir? ¿A dónde se habían ido mis fuerzas y la personalidad que me construí? ¿Dónde quedaban aquellos «ningún hombre será más que yo» que tanto grité cuando cumplí los veinte?

A tus ojos, ahí se fueron todas mis respuestas. En tu sonrisa perdí todo aquello en lo que me había convertido. Todo lo que construí se desvaneció en tus manos y en aquel Cantábrico maldito y furioso que fue testigo de nuestro primer beso. En tus gemidos perdí la fé en todo lo que no fuéramos tú y yo. Porque eso era en aquel momento, menos «yo» y más «nosotros». La mitad de ti. La mitad de mí misma. ¿Cómo podía seguir adelante si ya no estaba entera?

El primer mensaje sin respuesta, la primera vez que no cogiste el teléfono, el primer día que no supe nada de ti, esa fue la primera vez que me asomé a la ventana de mi quinto piso. Llovía. Llovía a mares y yo, con el pelo empapado y la cara mojada de lágrimas y lluvia, no quería entrar en mi casa, vacía, oscura, triste y con tu olor esperándome en todas las esquinas. La cama estaba fría y era demasiado grande para mí sola. Echaba de menos hasta tus patadas mientras dormías. Imagínate, con lo que yo protestaba todas las mañanas porque me dejabas cardenales en las rodillas. Los domingos, que fueron mi día favorito durante esos años tan nuestros, pasaron a ser horribles. Mis amigos me llamaban y yo… Yo esperándote en la ventana, porque ese día sí. Ese día ibas a venir con el ramo robado, con una disculpa y recordando que cada domingo íbamos a meternos mano al cine.

Esta mañana me asomé a la ventana y ahí estabas. Parecías tan feliz, Iván. Ella te sienta bien. Incluso se te ve más relajado. No he podido evitar compararme, lo reconozco. La he visto a ella, más delgada, más joven y más guapa, y he repasado la lista de cosas que yo no he podido darte. Ella lo hará, estoy segura.

Haré un avión con esta carta y lo haré volar desde mi ventana. Quizás te llegue. Quizás no. Dejo al azar contarte que no te guardo rencor. Que quiero que seas feliz. Que desde mi ventana el horizonte sigue siendo maravilloso y aún espera a que tú vuelvas, para mirarlo junto a mí.
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