Se acerca San Valentín, así que empiezo mi campaña anti-14-de-febrero.
De verdad, decidme que no estoy sola. Que no soy yo la única a la que le sale urticaria cada catorce de febrero y con la invasión de corazones y parejas felices en la televisión y el internés.
No es porque sea una soltera amargada (que también), ojo. Yo he tenido pareja (siglos atrás, cuando se llevaban las Destroy y los pantalones de campana. Después también, pero ya era vieja y resabiada y había quemado las Destroy y los pantalones de campana) y no me gustaba nada. Un año me lo pasé tirada en el sofá de mi ex novio, jugando a la consola. Otro año nos fuimos a la cervecería de debajo de casa, pero porque era sábado y era lo que hacíamos los sábados como buena pareja aburrida que éramos. Y así sucesivamente.
Lo odio. No soporto las muestras de amor en todas las redes sociales sólo porque «toca». Que, por cierto y a cuento de estas expresiones de amor público, poco se habla de esas parejas recientes que llevan la friolera de DOS SEMANAS y proclaman su amor eterno en Facebook. Por qué, joder, por qué existe gente así y por qué tenemos que soportarlo los demás. En fin, que me desvío. Que penita dan esos hombres caminando por la calle con ramos de rosas rojas, avergonzados, mirando a su alrededor para comprobar que nadie conocido ve lo que para ellos es una muestra de humillación pública, porque si no hay ramo, la novia «romántica» en cuestión se cabrea. Claro, joder, es que el catorce de febrero es un día para quererse. Si nos olvidamos de hacerlo los otros 364 días del año pues no pasa nada, ¿no? Total, no está marcado en el calendario…
Y esa es la cuestión, señores. Que hay que quererse todos los días. Y regalar cuando te apetezca, no cuando lo mande El Corte Inglés. Y quererse en casa, que a los demás no nos importa, de verdad, y por no publicarlo en las redes sociales no os vais a querer menos.
C.
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