Antes de dormir.

«Nos habíamos prometido no irnos nunca enfadados a la cama y el día que rompimos la promesa creí que me moriría de pena. Él se fue a dormir y yo a una esquina de un sofá que de repente era demasiado grande. De fondo, el sonido de una tele que intentaba paliar todos mis ojalás, esos que se hacían una bola y se atravesaban en mi garganta. Ojalá él se hubiera quedado despierto. Ojalá yo me hubiera acurrucado en su pecho. Ojalá olvidásemos quién dijo qué. Ojalá.

No estaba enfadada. Estaba triste, eso sí lo recuerdo, aunque se me ha olvidado el porqué. Quería que él se acercara a mí, pero siempre opinaba que eran perretas mías. Que ya se me pasaría. Y eso qué más daba, qué importaba si al día siguiente yo ya estaba bien, si era una muesca más en mis cicatrices o no. Lo que importaba es la falta de interés. Que pensara que eran tonterías mías. Que no viniera a hablar conmigo. No vino. Nunca lo hacía. No quiso decirme que daba igual quién tuviera la razón. Yo quería un «siento lo que ha pasado» al que poder contestar que yo me había pasado de la raya. Pero él no vino. Porque mientras yo hurgaba en mi herida, él se había quedado dormido.

Y ese fue el día en que rompió nuestra promesa».

C.

 

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